La tarea de la filosofía: ¿para qué sirve pensar?
- Jose González Fuxà
- 21 feb
- 11 Min. de lectura
La situación pandémica que vivimos nos deja muchas situaciones complicadas de analizar. La filosofía nos ayuda a entenderlas y nos ofrece herramientas para superarlas. Uno de esos análisis es el de la gestión política de la epidemia.
A menudo me preguntan sobre la utilidad de la filosofía y no sé muy bien qué responder, ya que entiendo que ninguna de mis respuestas va a ser, para mi interlocutor, debidamente satisfactoria. Ante la pregunta ¿para qué sirve la filosofía? se suele esperar una respuesta en el orden de la utilidad técnica (ámbito al que ha quedado reducido cualquier sentido de la utilidad), es decir, de cuál es el beneficio directo y palpable que se nos reportará estudiando filosofía. Lo cierto es que no existe ningún beneficio en ese orden: la filosofía no aporta beneficio en términos materiales, no sirve para construir cosas palpables ni nos ayudará a ganar mucho dinero en el futuro. En realidad la filosofía es un antídoto contra, precisamente, este proceso de deshumanización de las cosas humanas que sufren los tiempos actuales, un proceso que podemos localizar gracias a una serie de indicadores, a saber: la crisis del principio de autoridad, la tendencia a denostar el esfuerzo y la constancia y la flexibilización de las relaciones sociales.
Hoy, sin embargo, no quiero encargarme de las causas, sino más bien de las consecuencias de este declive del pensamiento, por ello, mi objetivo aquí es recoger un caso práctico y analizarlo con los ojos puestos en la filosofía, para poder trasladar cuál creo que es el sentido y la tarea fundamental de la promoción del saber filosófico.
Los tiempos que hoy vivimos nos ofrecen una multitud cuantitativamente notable de casos y ejemplos para un análisis filosófico profundo, pero hay uno que por su peculiaridad histórica y por su gravedad extraordinaria (al menos para nosotros) despunta considerablemente. Hablo, por supuesto, de la pandemia que vivimos desde principios del año 2020 y que, con mucha probabilidad, nos acompañará durante todo el 2021 y, en algunos países, durante los años futuros. El análisis del desarollo que ha tenido esta enfermedad no da pie a interpretación o a engaño, pues hay una serie de datos consultables con base en los cuales podemos observar su evolución y las implicaciones letales que ha tenido para una parte importante de la población. Lo que sí merece que prestemos atención a ello es la gestión de nuestros políticos de las consecuencias e implicaciones que la enfermedad ha tenido en nuestra población y en nuestro tejido económico.
Hay que señalar, no obstante, que gobernar debe ser algo tremendamente difícil, ya que se reúnen en una sola persona una serie de necesidades en cuanto a la toma de decisiones que aumentan, para ese individuo, las condiciones de su falibilidad. Sin embargo, una cosa es el error humanamente explicable que sobrevuela cualquier decisión humana y otra, muy distinta además, el error deliberado que algunos políticos parece que están cometiendo desde el inicio de este desastre. En este sentido, y para no repetirme en lo que ya había dejado por escrito en un artículo anterior (Política en tiempo de Covid-19: situaciones difíciles exigen análisis rigurosos), me voy a fijar en los últimos acontecimientos, aquellos que una multitud de expertos y de ciudadanos pudimos predecir desde antes de las fiestas de Navidad.
El caso práctico:
La situación epidemiológica en España es mala, de hecho, hay pocos escenarios que no sean abiertamente desastrosos que puedan plantearse ahora mismo como peores. Y no lo es tanto por el número de contagios y decesos de un día concreto, sino por la tendencia creciente que describen esos contagios y la presión hospitalaria que lleva adherida. La subida se esperaba o se predecía desde antes de las fiestas de Navidad, momento en que la clase política confió la salud de la gente a la responsabilidad espontánea de la población. En este contexto, las fiestas navideñas se llenaron de recomendaciones y se vaciaron de obligaciones, y la gente pudo transitar de unas casas a otras durante los días de más flujo de movilidad, eso sí, con una restricción: el toque de queda a la 1 de la madrugada. Las consecuencias de esos episodios de movilidad son conocidas por todos: un aumento acelerado de contagios y muertes desde los primeros días de enero a consecuencia de las reuniones familiares y de amigos que no se quisieron atajar deliberadamente por intereses poco claros, pero que, en todo caso, no eran estrictamente sanitarios.
Hoy los resultados describen la llegada al pico de contagios de la pandemia en España con 40.000 nuevos casos (en cifras redondas) para el fin de semana del 16 de enero de 2021, y en Cataluña llegamos a una preocupante tensión en los hospitales por el alud de pacientes Covid que ya han provocado el inicio de la desprogramación de otro tipo de intervenciones consideradas de menor prioridad. La cuestión de todo esto reside en la diferencia conceptual entre obligación y recomendación, y la relación que los ciudadanos de una sociedad como la actual establecen con el contenido de esos dos conceptos.
Debemos preguntarnos: ¿por qué se cumplen las obligaciones? Las obligaciones son enunciados que establecen órdenes o prohibiciones que debemos cumplir irremediablemente, y cuyo incumplimiento implica una sanción directa de algún tipo (por ejemplo,una multa o un encarcelamiento). Una recomendación es el mismo tipo de enunciado, o sea, establece que hay que hacer (o no hacer) algo en una situación concreta, pero con una diferencia fundamental: no implica una sanción directa de ningún tipo. La cuestión es que la razón por la que cumplimos las obligaciones y no las recomendaciones es porque percibimos a unas como de consecuencias lesivas y a otras como no lesivas, lo cual nos lleva a concluir que las obligaciones se cumplen por temor al castigo y no por la legitimidad de lo que ordenan o prohiben, o por la de la fuente de la que surgen. Esto es más grave de lo que parece, ya que llegar a esta conclusión implica que las recomendaciones no se cumplen, o no se cumplen en la misma medida (pues no tienen sanción), algo que avala sobradamente la observación de estos días pasados y que corrobora el Director del Centro de Coordinación de Emergencias de Sanidad Fernando Simón, con sus palabras en la última rueda de prensa en la que sostuvo que la población se lo pasó mejor de lo que debía en estas fiestas.
Desplazar el fundamento del cumplimiento de una norma a las consecuencias negativas que tiene para nosotros demuestra la incapacidad de nuestra sociedad para reflexionar acerca de qué hace que una norma deba o no obedecerse. Pensar solamente en qué de negativo o de positivo voy a obtener cuando cumplo o incumplo un enunciado vacía de contenido el enunciado mismo, es decir: si lo que importa de mi relación con una norma es lo que obtengo de obedecerla o no, entonces la norma misma no me importa en absoluto, lo que significa, en consecuencia, que los efectos exteriores de mi relación con la norma tampoco me importan. Y esto es lo que percibo en este caso práctico como “crisis del principio de autoridad”, entendiendo esta crisis no tanto como un movimiento de oposición a la autoridad (pues en ese caso, al menos, podría haber reflexión), sino como un movimiento de suspensión del pensamiento, de no reflexión sobre el origen y la causa de las normas. No sabemos por qué cumplir las normas porque no queremos pensar cuándo una norma es o no es bueno cumplirla, y esto nos lleva al segundo de los indicadores que he señalado al inicio: la tendencia a denostar el esfuerzo y la constancia.
La “razón” o racionalidad es una facultad que nos iguala a todos los seres humanos, y como otras condiciones de la naturaleza humana, tiene una actividad que le es propia: el pensamiento o razonamiento. Del mismo modo que nuestro aparato locomotor o nuestra musculación, para desarrollar su mejor actividad o su mejor rendimiento exige práctica y esfuerzo (por ejemplo, un gran atleta tiene la necesidad irrenunciable de entrenar diaria o casi diariamente para llegar a asumir su mejor rendimiento), el ejercicio de pensar también exige esa práctica. Para ayudarme en mi explicación en este sentido aprovecho otra experiencia personal adherida a la que abre el artículo: junto con la experiencia acerca de la pregunta sobre la utilidad de la filosofía, también he identificado la creencia de la población (en general) de que ser capaz de descifrar letras equivale a saber leer, sin embargo, la lectura es una actividad relativa al pensamiento que, igual que el atletismo, exige una práctica.
Para mostrar la verdad de lo que acabo de afirmar, invito a todos aquellos que crean que mi planteamiento es demasiado restrictivo a que cojan un libro de gran densidad intelectual, por ejemplo, la Divina Comedia de Dante, y a que la lean en voz alta durante un minuto o dos. Si el experimento funciona del modo esperado, quien haya accedido a realizarlo se habrá dado cuenta de que, aunque el idioma en el que ha leído es el suyo propio, no ha sido capaz de entender una parte importante de lo que dice el libro. Y esto no es una deficiencia de comprensión o intelectual de tipo natural, sino que más bien lo es del ámbito de la voluntad y de la costumbre.
La inmediatez que permite una teconología democráticamente accesible, y la concepción esencialmente materialista de la utilidad que esa inmediatez promueve es la causa de la relajación en el ejercicio de nuestra racionalidad. Pensar bien implica el pensar mal muchas veces antes, y del mismo modo que para ganar un maratón hay que salir a correr cada día, para leer (y, por tanto, para entender) la Divina Comedia hay que salir a leer también cada día. Perder la voluntad de la lectura, del pensamiento y del análisis tiene como consecuencia la incapacidad para determinar la diferencia entre causas y efectos, entre legitimidad de las normas y consecuencias de las mismas, llegando a provocar la confusión entre ambos conceptos o la desconexión total con uno de ellos.
¿Cómo nos ayuda la filosofía a evaluar la acción de los políticos?
Imaginemos por un instante que hemos superado las dificultades que tan sumariamente he apuntado en las líneas anteriores. La filosofía todavía nos puede ayudar a entender una cosa más: ¿vivimos hoy en un régimen recto o en un régimen desviado? Según la teoría clásica de las formas de gobierno los regímenes políticos (o las formas de gobierno) se clasifican según si los cargos públicos gobiernan siguiendo un interés público o si lo hacen siguiendo un interés privado. Así, por ejemplo, la tiranía es el gobierno de uno que gobierna por su interés propio, la oligarquía lo mismo pero de unos pocos, y la democracia lo mismo pero de muchos.
En este caso no voy a referirme a los sistemas concretos ya que la concepción sobre éstos cambia con el paso de las épocas y poco tiene que ver nuestra historia con la de los antiguos griegos. Sin embargo, sí que podemos recoger una pista bastante importante para analizar la calidad de nuestras formas de gobierno y, concretamente, de la gestión de nuestros políticos: el criterio de la distinción entre recto y desviado. Aristóteles sostuvo en la “Política” que la rectitud de una forma de gobierno depende de la rectitud de la intención de quien ostenta los cargos públicos, y esa rectitud, grosso modo, la podríamos medir según si las decisiones que toman los políticos siguen o no lo que parece más conveniente para el grueso de la población. Está claro que el concepto de lo conveniente no es un concepto claro, pues lo conveniente depende de muchos factores y, además, puede admitir consideraciones distintas en individuos distintos. Sin embargo, y partiendo del supuesto de una buena deliberación, podríamos determinar fácilmente qué parece y qué no parece conveniente en la actuación de nuestros gestores públicos en las últimas semanas, siendo capaces de definir por oposición (es decir, señalando lo que no es) lo que entendemos por interés público.
Concretamente vamos a centrarnos en un concepto y en un acontecimiento: el concepto de cogobernanza y el retraso de las elecciones en contraste con la falta de medidas restrictivas nuevas en Cataluña durante las fiestas.
¿Qué es la cogobernanza? La cogobernanza es la toma de decisiones compartida entre varios gobiernos, en el caso de España, entre el gobierno central y los autonómicos. Ahora bien, ¿qué tipo de cogobernanza es aquella en que el gobierno central dispone las condiciones para que las decisiones las terminen tomando otros? De facto, el estado de alarma es una normativa marco en la que los gobiernos autonómicos adquieren la capacidad para imponer un determinado conjunto de normas extraordinarias en sus respectivos territorios, por tanto, quienes de hecho toman las decisiones son cada uno de esos gobiernos autonómicos. Esto es, en definitiva, una cierta dejación de funciones por parte de un gobierno central que, inmerso en luchas internas, no quiere sufrir (o quiere minimizar al máximo) el desgaste propio de gobernar una crisis de este calibre.
En una dirección similar se mueve el ejecutivo autonómico catalán, pues sus decisiones en aras del interés público ni están ni se las espera. En Cataluña arrastramos una inacción en cuanto a la implementación de medidas restrictivas durante las navidades que nos ha llevado a la situación que describía antes. Además, hay que añadir a la cuestión que el propio gobierno catalán admitía implícitamente que era la cobardía y el interés partidista lo que obstaculizaba esas nuevas medidas que los expertos señalaban y señalan como necesarias. El gobierno catalán no impuso restricciones en los días más críticos de la Navidad al mismo tiempo que retrasaba la vuelta a los colegios y anunciaba su idea de revaluar (deliberadamente en el peor momento de la crisis) la conveniencia de las elecciones al Parlamento catalán que, previsiblemente, modificarían notablemente las mayorías actuales. Es curioso ver cómo la decisión final del agonizante ejecutivo catalán (un ejecutivo que confesó su obsolescencia a principios del 2020) sobre las elecciones autonómicas llega al mismo tiempo que las últimas encuestas sobre la intención de voto que auguran unan victoria socialista, al mismo tiempo que se descarta, por activa y por pasiva, cualquier endurecimiento de las restricciones de movilidad de la población que sería lo que realmente atajaría la expansión de los contagios.
Si tratamos de trasladar estas actuaciones al concepto aristotélico de “lo conveniente” es fácil observar que si la rectitud de una forma de gobierno depende de que sus dirigentes trabajen en la dirección de la conveniencia pública, los modos de gobernar de los ejecutivos español y catalán son, en muchos puntos, poco tendentes a esa rectitud. Si lo conveniente en la situación en la que vivimos consiste en salvaguardar la salud de la gente (lo que implica no sólo evitar contagios y muertes, sino también garantizar los recursos económicos de aquellos que se ven afectados por la crisis), entonces aplazar las elecciones y no restringir la movilidad de la población es una medida claramente partidista y dirigida al interés propio de la clase gobernante. Del mismo modo, la inacción de un gobierno que debería tomar medidas pero que no las toma esperando que sean otros los que quemen sus imágenes públicas solo puede responder a una intención de escalada electoral a costa del desgaste de quienes hoy gobiernan en las autonomías.
Por todo ello, la conclusión es clara: España y Cataluña se mueven entre la incompetencia y el despotismo, ya que a pesar de las cosas que más o menos se hayan podido hacer bien durante este año, la gravedad y complejidad del tiempo presente deja bien claro que la preocupación fundamental de quienes nos gobiernan son sus propios cargos, y que los aciertos pasados han sido más bien efecto de la casualidad o de las circunstancias que del buen gobierno.
¿Para qué sirve la filosofía?
Ayudándome de este breve e impreciso análisis trataré de responder a la cuestión fundamental que abría esta reflexión: ¿para qué sirve la filosofía? Probablemente cada persona que se dedique a su estudio podría responder cosas distintas, y todas ellas tendrían un valor a tener en cuenta. Por mi parte, la tarea de enseñar filosofía me parece humanamente fundamental, puesto que es la única disciplina que permite el paso entre un mero ser humano y un ciudadano crítico y libre. La filosofía nos permite tomar consciencia del mundo en el que vivimos, de la época, de los contextos y de las situaciones concretas. Además nos hace capaces de evaluar y distinguir las causas y los efectos de las acciones humanas, y de entender cuándo caemos en contradicciones. La ausencia de todas estas habilidades (y de muchas otras) es lo que aprovechan los dirigentes políticos para controlar y manipular la opinión pública masificada, ya que una masa acrítica de votantes es el mejor aval para un régimen que busca una justificación democrática que le permita una supervivencia tranquila. Sin embargo, es nuestra tarea reconocer qué tipo de ideas avalamos con nuestros votos, ya que nuestra será la responsabilidad sobre las consecuencias de los actos de los buenos y de los malos gobernantes. Es necesario que recuperemos la idea de que los cargos públicos son servidores y no jefes, que no nos mandan sino que nos obedecen, para que así podamos reapoderarnos del derecho y la soberanía de la que nos dota nuestra categoría de ciudadanos.
En definitiva, la filosofía es la disciplina fundamental de la formación humana, ya que se encarga de modelar la capacidad crítica de los votantes, y todo el desarrollo de un país depende de los votantes.
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